Es una mañana de verano. El mar enfrente. Yo, descalza. Respiro hondo, inspirando todo el olor marino. Comienzo a caminar por la arena. Recuerdo mi diversión de niña: coger conchas de la playa, las más bonitas, las que más me inspiran y llaman mi atención. Esta playa está llena de conchas, bastante similares en tamaño y al mismo tiempo son todas únicas. Inicio la búsqueda y voy escogiendo. Está sí, esta no. Conchas amarillas, beige, rosadas. Conchas redondas, rectangulares, amorfas. Conchas de juego, mi juego de niña “hoy necesito estar contigo” me oigo decir en alto volumen interno, “hoy necesito soltar absurdas cargas de adulta y dejarme contagiar por tu sencillez y espontaneidad”
Voy guardando las conchas elegidas en mis bolsillos. Ya casi no me caben. Sonrío, disfruto. Con los bolsillos llenos sigo caminando. La inercia de haber mirado hacia abajo me lleva a seguir haciéndolo. Decido elevar la mirada y poner la atención en el horizonte, en las líneas del mar con sus innúmeras tonalidades. Los sonidos me embriagan, en especial, el de las gaviotas. Respiro e inspiro el olor a mar. Me nutre.
De pronto, vislumbro a lo lejos una silueta. Alguien viene caminando hacia mí. Es raro a estas horas de la mañana. Se va acercando y voy visualizando su rostro. Es un hombre de mediana edad, no lo conozco. Al llegar junto a mi nos saludamos:
– ¡Hola! Le digo.
– ¡Hola, caracola! Me responde.
Sonrío. Saco las conchas de mis bolsillos y se las muestro. El hombre me devuelve la sonrisa. Sin mediar palabra mete la mano en una bandolera que porta en su hombro y saca una preciosa caracola de infinitos colores, un arco iris de tonalidades desde el blanco hasta el coral. Me quedo hipnotizada ante su belleza. – ¡Oooh! Mis ojos irradian ese gozo, esa alegría curiosa. Vuelvo a conectar con mi niña.
El hombre, con suma suavidad me coloca la caracola en la oreja derecha. Cierro los ojos y me sumerjo en las profundidades marinas. Me dejo sucumbir al puro gozo, una vibración que recorre mi cuerpo resonando. Siento como si algo se recolocara en mi interior. Permanezco así unos instantes. Abro los ojos, y el hombre ya no está. La caracola tampoco, pero su eco sigue resonando en mi oído.
Miro alrededor buscando al hombre, quiero agradecerle la experiencia, pero no hay nadie más por ahí. La playa está desierta. Con una sensación de curiosidad y felicidad retomo el camino de regreso a casa, y justo antes de abandonar la playa veo algo que reluce en la arena. No puede ser, pero es, ¡la caracola! ¿Habrá sido todo un sueño? La recojo y me la coloco en la oreja. Cierro los ojos y me llega un mensaje sonoro: “recuerda que cada concha es una experiencia, todas te enseñan, todas son logros, todas las experiencias de tu vida”, y de repente recuerdo a mi padre diciéndome algo muy similar cuando cogida de su mano recorríamos las calles de Santa Pola. Mi corazón se estremece y se expande a la vez. Toco mis bolsillos para asegurarme que llevo las conchas, y avanzo mi regreso con la caracola delicadamente sujeta entre mis manos.
“Todas son experiencias, todas son aprendizajes” me digo.
Hoy, el sonido de la caracola sigue acompañándome.

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