Juntas para siempre

May 19, 2021 | Toma de conciencia

 

Querida mía, se supone que nadie te conoce mejor que yo porque he estado contigo todo este tiempo. Sin embargo, sé que no te presté demasiada atención cuando más lo necesitaste.

Vivíamos en Paris. A papá le habían destinado allí y tenías 2 añitos. Recuerdo especialmente esta etapa porque nos marcó, pequeña mía, toda nuestra vida, de lo cual no he sido consciente hasta hace relativamente poco tiempo.

Éramos muchos en la familia y papá y mamá hacían lo que podían.  A menudo nos paseaban por el centro comercial la Belle Epine, y a nosotras nos gustaba subir y bajar por aquellos columpios raros como de otro planeta. Y entonces viste aquella pequeña figurita de la que no pudiste separarte, aquel gallo de madera con las crestas de fieltro rojo. Recuerdo como le pedías y suplicabas a papá para que te lo comprara. Pero papá tenía demasiado con toda la tropa y no te hizo caso. Le tirabas de los pantalones para que no se fuera, pero se soltó. Entendimos algo así como un NO, y se fue con el resto de la familia hacia otro lado. Y dudaste si seguirles porque no querías perderte, pero era tan fuerte la atracción hacia aquel objeto, que lo cogiste, sin más, y lo guardaste donde pudiste. Tu cara y todo tu ser cambió, todo era felicidad. Así de contenta volviste a casa y, como no podía ser de otra manera, lo enseñaste a los hermanos. De repente, un puñado de dedos índices te apuntaban de forma inquisidora, “¡vas a ir al infierno, has robado, Dios te va a castigar por esto!” No dejaste de llorar hasta que mamá apareció y te alivió quitándole importancia al asunto.

Con tanto lío como tenían y tanta carga, papá y mamá, decidieron meternos en un colegio de semi-internado. Semi porque no nos quedábamos a dormir, pero nos pasábamos allí el día entero. Y aquí está ese acontecimiento semilla. Recuerdas (¡cómo no lo vas a recordar!) el primer día que papá te llevó allí, te tenía en sus brazos, y tú te agarrabas a su cuello, mirando con susto a aquellas mujeres serias que venían hacia nosotros. Iban vestidas con atuendos negros y blancos, y andaban despacio y silenciosamente. Eran las monjas del cole. Cuanto más se acercaban más fuerte te agarrabas a papá. Empezaron a intercambiar palabras que no entendías, pero intuías que algo feo estaba por llegar. Y así fue, como una de las monjas te arrancó de los brazos de papá. Lloraste tanto, mi pequeña, desconsoladamente, llamando a papá. Creo que vimos lagrimas también en sus ojos cuando se separaba de tí y le viste alejarse. Estoy segura de que fue muy duro para su corazoncito verte así.  En esos momentos sentiste que habías hecho algo incorrecto, impropio, y que aquel abandono era un castigo por ello, sentías que habían dejado de quererte, ¿me equivoco?

Pero, pequeña mía, nada más lejos de la realidad porque sé, a conciencia, que papá nos adoró hasta sus últimos días. Ahora sé que en aquel momento percibiste justamente lo contrario, y con tal intensidad y tanta fuerza, que aquello quedó grabado en nuestra memoria emocional, como una semilla que tejería mi traje espacial, mi personalidad. Situaciones similares se repetirían en años posteriores para regar aquella semilla y que el traje se afianzara. Un traje con botones de culpa, con hilos carentes de reconocimiento y de amor. Y así creí que necesitaba ser buena, la mejor hija, la mejor estudiante, exagerando mi perfección y autoexigencia, mi alto sentido del deber, para que me amasen y que no volviera a mí aquel sentimiento de culpa.

¿Sabes? Estoy consiguiendo erradicar la culpa de mi vida. Desde luego esa palabra está fuera de mi diccionario, pero las impresiones en el inconsciente, propio y del sistema familiar, son tan profundas, que a veces me sorprendo sintiendo en mi cuerpo aquellos botones abrochados apretando fuertemente a mi corazón. Piano, piano…

Aquellas experiencias quedaron como huellas impresas en ti, en mí. Era lógico que te sintieras así, era la forma que elegimos para protegernos en esta experiencia de vida. Pero aquello pasó, y ahora puedes estar tranquila porque siempre estaré a tu lado, y yo tengo ya a estas alturas muchos recursos para protegerte. Te abrazo y te digo lo mucho que vales, y que no era necesario que hicieras nada para demostrar tu fortaleza y tu grandeza.

Desearía haberte susurrado al oído, una y otra vez, que la única aceptación que necesitabas era la tuya propia, para que hubieras crecido mas conectada a tu ser, a tu esencia, a tu intuición, para que hubieras sido tú misma, fiel a ti, y que hubieras hecho siempre lo que salía de dentro, desde tu pureza y tu inocencia, desde tu grandísimo corazón. Susurrarte al oído que lo que necesitabas en todo momento ya estaba en ti, y se llama amor. Tu vida, mi vida, habría sido más fácil, más serena y equilibrada. Pero aquellas experiencias fueron las que tenían que ser y estaban ahí con un propósito, el de aprender a desarrollar recursos y a ver mis sombras y convertirme en quien hoy soy. Gracias a ti, mi niña, hoy estoy aquí y soy quien soy, soy tú, soy yo. Orgullosa de ti, te honraré, amaré y cuidaré hasta mi último día.

Carmen

PD: la figurita del gallo siguió en casa hasta hace unos pocos años.

 

Respuesta de mi niña interior:

Querida yo mayor, gracias por tu carta. ¡No sabes cuanta falta me hacía! Me sentí sola, abandonada y pasé miedo. Yo sólo quería aquel gallito, ¡me gustan tanto los animales!  Además, ¡me espantaba la remolacha cruda que me hacían comer en aquel colegio!

Necesitaba amor, calor, abrazos, comprensión. Y ahora ya sé que siempre tuve todo aquello de papá y mamá, aunque no me diera cuenta. Sé, también, que tienes fotos mías en tu escritorio y que a veces me hablas, me llegan tus palabras cariñosas, tus susurros. Me hacen sentirme amada. Ahora sí, estaremos juntas para siempre.

 

 

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