¿Has sentido alguna vez como si tu cuerpo fuera “a su bola”, ajeno a tu voluntad?
La forma más efectiva de darnos lo que verdaderamente necesitamos para sentirnos bien es aceptar todas esas partes de nosotros que algún día decidimos rechazar, que les dimos la espalda y las ignoramos. De alguna forma, aprendimos que aquello no estaba bien y «elegimos» tenerlo oculto, en nuestra trastienda interior. Tan oculto está que nos hemos olvidado incluso de su existencia. Así es como, un buen día, nos encontramos expresando algo parecido a esto:
– ¡Qué mal me siento y no sé por qué, no tengo motivos realmente para estar así!
– ¡Cómo he podido reaccionar tan agresivamente! Me he descontrolado, no lo he podido evitar y ahora me arrepiento!
– ¡Me quedo en blanco cada vez que tengo que hablar a un grupo de personas!
– ¡Siempre que noto esa molestia corporal me pongo nerviosa y tensa!
– ¡El simple hecho de oler eso me produce escalofríos!
– Cuando tengo que despedirme de un ser querido sufro mucho, es como si me muriese por dentro!
¿Te suenan? Estoy segura de que sí. Todos alguna vez experimentamos momentos en los que parece como que no soy yo el que los está viviendo, o que uno no tiene motivos para sentirse así.
Pues mira, no es que realmente no tengas motivos para sentir eso o para comportarte de esa manera, es que los olvidaste. Pero eso no significa que se hayan borrado o no estén, porque a tu potente y preciso inconsciente no se le pasa una. Como si de un ordenador se tratase va archivando todos los eventos vividos. Algunos de esos momentos intensos e impactantes vividos en la infancia o adolescencia, dejaron una huella emocional, quedando retenida parte de nuestra energía en aquel espacio de tiempo. Una huella emocional que, con sus ingredientes mentales y físicos, fue vivida como una amenaza a nuestra integridad. Para nosotros, de niños, fue como una experiencia de supervivencia. Y no nos damos cuenta del grandísimo poder y el enorme condicionamiento que esto tiene en nuestra vida en el momento presente.
Pudo ser algo tan sencillo como que tu madre te pusiera en manos de un profesor dejándote en la escuela y que tú lo percibiste como un claro abandono. Pudo ser esa burla de los compañeros cuando el profesor te preguntó algo y tartamudeaste sin poder responder. Pudo ser aquel día que tu padre te dijo que no llorases que eso no era cosa de machotes.
La huella se generó a través de lo que captaron nuestros sentidos, y de la misma manera la activamos a través de lo que percibimos, reviviendo la situación sin darnos cuenta, una y otra vez. Nos sentimos como si tuviéramos la misma edad, como si fuéramos aquel niño, niña o adolescente sin recursos. Este es el origen de gran parte de nuestro malestar y sufrimiento como adultos.
Es como si se tratase de un archivo ejecutable en nuestro “ordenador mental”, que al recibir una determinada pulsación se expande y, entonces, ejecuta un comportamiento o patrón ya conocido, pero inconsciente. Un patrón que nos incomoda, que nos hace sentirnos mal. Pues bien, ese archivo, la mayoría de las veces, ya está obsoleto. Aquello que fue útil en su origen, no sólo deja de serlo en el momento presente, si no que nos condiciona en nuestro ahora y en nuestro futuro, bloqueándonos, impidiéndonos avanzar, dejándonos sin energía, alejándonos del disfrute de la experiencia vital.
La buena noticia es que ese “archivo mental” puede ser actualizado con una nueva información que neutralice los efectos indeseados de aquella huella emocional, para que deje de ejecutarse, de activar la misma sensación de malestar y sufrimiento que percibimos en su origen.
Ciertamente es una buena noticia, y ¿cómo hacemos esto?
Ya que nuestro inconsciente es atemporal y no distingue entre imaginario y real, podemos regresar al momento original a través de la emoción asociada a nuestro malestar. Conectando profundamente con la emoción lograremos llegar a la escena original dejando que el inconsciente nos la presente. Al entrar en esa escena, como el adulto que hoy somos, elegimos crear un ambiente de armonía y reconciliación entre todas las partes involucradas. Apoyamos a esa parte de nosotros para que exprese lo que no pudo expresar en aquel momento, y así eliminar los conflictos que pudimos percibir. Esa parte de nuestro niño o joven interior queda en calma, segura y confiada y regresa en ese estado a su hogar, nuestro corazón.
Lo cierto es que, aunque nos cueste aceptarlo, somos títeres movidos por los hilos invisibles de nuestro inconsciente, y cuanto más visibles los hagamos más conscientes y libres viviremos.

0 comentarios