A veces sentimos una gran pesadez mental, mucho ruido interior, un exceso de actividad de pensamientos que no dejan espacios en blanco entre ellos. Entran en nuestra mente a borbotones, y nos inquietan, nos preocupan, perturban o nos genera ansiedad. Es como si tuviéramos un lorito dentro de nosotros que nos impide saborear el silencio, y que la mayor parte de las veces nos recuerda nuestros mayores miedos, nuestras preocupaciones y anhelos.
¡Ay, mis queridos pensamientos! No es mi intención ir contra vosotros, no quiero acusaros ni catalogaros en buenos o malos, sanos o insanos, porque al final sois sólo eso, pensamientos. De hecho, muchos de vosotros sois necesarios para mi avance, representáis ideas útiles que se convierten en decisiones prácticas o sois ideas geniales que me hacen vibrar alto y sentirme realizada.
Pero a estas alturas ya sabemos que somos mucho más que nuestros pensamientos, sean del tipo que sean.
Así que, ¿no es más importante, entonces, reflexionar sobre el protagonismo que yo le doy a tal o cual pensamiento o el uso que le acabe dando, que el pensamiento en sí mismo?
Todos deseamos en determinados momentos ser capaces de apaciguar nuestra mente, de sentir mayores espacios en blanco, porque eso nos lleva a acercarnos a la calma que la gran mayoría deseamos en nuestra vida.
Mientras escribo esto estoy presenciando una imponente tormenta que me sobrecoge, pero también me inspira y estimula. Me encanta imaginar que mi mente es el cielo y las nubes mis pensamientos. Muchos autores han usado esta bonita metáfora.
Cuantas veces desde niños nos hemos quedado mirando el cielo y sus nubes, imaginando rostros, figuras, animales en ellas, y disfrutando con curiosidad de su sutil evolución y su final disolución. Las nubes aparecen y desaparecen en el cielo. A veces llegan negros y desafiantes nubarrones que siempre acaban pasando, descargando con fuerza toda su energía en forma de nutritiva lluvia. Y, ¿no es maravilloso saber que no hay tormenta capaz de arrebatarle al cielo la capacidad de regresar a su balsámico azul?
Nuestros pensamientos son esas nubes en el cielo de nuestra mente. Yo no puedo evitar que los pensamientos lleguen a mi mente, pero puedo hacer algo con ellos más allá de dejarme atrapar y de que condicionen mi estado de ánimo. Puedo, simplemente, observarlos, sin más, con amabilidad, sea el pensamiento que sea. Le cedo el paso, le saludo, que se presente y que se despida. O, cuando los percibo como algo que me desagrada, puedo incluso decidir no creérmelo, el hecho de que entre automáticamente en mi mente no significa que me lo tenga que creer a pies juntillas, puedo, si quiero, cuestionarlo, y seguro que a partir de ahí se abren montones de posibilidades que no había considerado hasta ese momento.
No le doy especial protagonismo a un pensamiento porque sé que sólo es eso, un pensamiento. A mi querida mente, mi inseparable ego, le encanta ponerme a prueba con este juego, y conocer cual es mi límite, cuántas veces tiene que traerme ese pensamiento para que me apegue a él y me enrede, para que me complique la existencia, o me crea que soy él. Pero yo no se lo tengo en cuenta, porque sé que está condicionada a su primitiva función de supervivencia, así que, con comprensión, acepto su generación constante de pensamientos.
Es mi conciencia, esa observadora que soy yo de todos mis contenidos, la que evita, con cariño, que algunas nubes encallen, invitándoles a seguir su camino, a fluir y seguir generando nuevos rostros, nuevas figuras, nuevos sueños.

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